Los que hemos vivido la mayor parte de nuestra vida en chavismo hemos escuchado cuentos increíbles sobre la Venezuela de antes. Y digo increíbles porque es demasiado difícil imaginar cómo es que ir a comer un viernes por la noche en el bulevar de Sabana Grande era algo normal
Cuando mi abuelo llegó a este país, su primera quincena le alcanzaba para comprar, aproximadamente, 38 carritos de mercado llenos. Mi papá, con sus ahorros, logró comprarse un carro cuando tenía 19 años. Yo, a mis 21, salgo con mis amigos un fin de semana, y me quedo pelando bolas todo el mes.
El poder adquisitivo se convirtió en un mito, al igual que esas historias de la Venezuela Saudita.
Hoy todo es más aburrido. Los espacios para recrearse en Caracas se redujeron. Si no es porque es muy caro, es porque es muy inseguro; nuestra diversión está limitada.
Mucha gente prefiere rumbear en una casa antes que ir a una discoteca, y no es solo por el hecho de que te puedan secuestrar a las cuatro de la mañana en Las Mercedes, sino que un servicio de ron es algo que no vale la pena pagar. Y en las reuniones también se nota la decadencia porque el sabor de la curda que consumimos se acerca cada vez más al de la gasolina.
Yo prefiero invitar a mi novia a casa para ver películas piratas antes que invitarla al cine y dejar veinte palos en cotufas. Me encantaría llevarla a comer todos los fines de semana, pero es una renta que no puedo costear.
También me gustaría comprar un carro y no depender de que mi papá me preste el suyo, pero estoy claro de que no voy a poder vivir los 123 años que necesito trabajar para ahorrar el dinero necesario. Obviamente, ya me olvidé de comprar ropa nueva. Mucho menos podría pensar en comprarme un apartamento.
Las protestas son una buena excusa para salir. Por eso marchamos juntos.
Nuestras citas no serán las mas románticas, pero la vida continúa y no podemos dejar que el comunismo también nos quite los pocos espacios de felicidad que aún nos quedan.
Hablo con conocidos que emigraron, y me doy cuenta de que acá nos estamos perdiendo muchas experiencias que son normales en cualquier otro lugar. En el exterior, cuadrar una salida parece sencillo. Acá es necesario crear todo un protocolo para bajar a la playa. Y cuando vamos a Pelúa, las autoridades nos botan a cierta hora para evitar que seamos víctimas de la inseguridad. Acampar tampoco es una opción. Ni en las playas ni en El Ávila, porque también se ha convertido en una zona roja.
Ser joven en Venezuela no es tan divertido.
Todos tenemos ganas de vivir la juventud como se haría en un país normal: asistiendo a grandes conciertos, haciendo turismo por el país, o simplemente comprando ropa nueva.
Ni siquiera me imagino lo patético que debe ser vivir la niñez acá que no hay ni comida ni medicinas que garanticen un buen crecimiento. Y los «privilegiados», que no tienen que pasar hambre o comer de la basura, se tienen que limitar a entretenerse con la televisión o el internet, porque tampoco hay juguetes (o al menos no buenos y accesibles) para vivir como un niño normal.
Definitivamente, Venezuela ya no es lo que alguna vez llegó a ser, pero estoy seguro de que, en algún momento, vamos a superar esta crisis.
Lo malo es que cuando eso pase nuestra juventud también se habrá ido y eso es algo que no se puede recuperar. Mientras tanto nos tocará seguir reinventándonos para vivirla -si es que el hampa o la GNB, valga la redundancia, no nos la quita primero.
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