Una de sus cualidades desde antes de ser rey, era que sabía de sus limitaciones, siendo la humildad su mayor cualidad.
Este hombre vivía constantemente en contacto con la Fuente de su poder. Pero un día descuidó su comunicación, comenzó a cometer errores, el más grave era el codiciar la mujer del prójimo, fue tanta su codicia, que llegó a ser el autor intelectual del homicidio de su esposo; para poder estar con ella.
Creyendo en que nadie sabía de su delito, tomó a la mujer como su esposa y pretendió vivir como si nada hubiera sucedido.
Mientras él tenía callado el mal que hizo se enfermó de gravedad, que llegó a consumirse su cuerpo hasta los huesos, tuvo ataques depresivos y lo más duro, perdió la comunicación con quien le daba las fuerzas para vivir.
Más adelante este hombre se arrepiente de todo el mal que hizo, confesó su delito y retomó su relación con Dios.
Este relato nos enseña la importancia de tener una constante relación con Dios, entender que nuestros delitos traen graves consecuencias y nos separan de Él. Pero también vemos que así cómo el rey David se confesó y obtuvo el perdón, nosotros también podemos hacerlo.
En mi gemir todo el día.
Porqué de día y de noche se agravó sobre mí tu mano;
Se volvió mi verdor en sequedades de verano.
Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad.
Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová;
Y Tú perdonaste la maldad de mi pecado”
(Salmo 32:3-5)