Era un día de Octubre, de esos calurosos, en los que no te provoca nada a excepción de una cerveza bien fría. Estaba, como de costumbre, conectada a una de esas redes sociales que hacen todo “más fácil”, cuando de repente un mensaje: “¿quieres almorzar en mi casa?”… Después de cierta edad, cierto número de relaciones fallidas, algunos fracasos, uno que otro contacto sexual y algunas cachetadas de realidad, pierdes eso que llaman romanticismo, o quizás no lo pierdes, simplemente te encargas de encerrarlo bajo llave en algún lugar de ti y olvidarte de que existe, como la canción de Canserbero, guardarlos en un bolsito y esperar que el tiempo te diga donde se sacan; con la esperanza de no tener que hacerlo para no salir otra vez lastimado, así me encontraba yo.
Decidí aceptar con la firme convicción de que iría sólo esa vez para dejarle muy claro que no quería, ni tendría nada con él, salvo ese único almuerzo. Me baño, me visto (sin ningún tipo de esmero para reafirmar mi desinterés), me pinto como de costumbre, tomo mi cartera y salgo; le aviso por mensaje que voy llegando al punto de encuentro… Allí estaba él, esperando. Me miró, sonrió y me dijo: “¿cómo estás?”, al mismo tiempo que lo saludaba amistosamente con un beso en la mejilla le decía: “pensé que me perdería”. Entramos a su casa, me puse cómoda en una silla y comenzamos a hablar; sirvió el almuerzo mientras conversábamos del sitio donde habíamos crecido, que en palabras de él, muy descriptivas, era “el infierno mismo y lo humanamente soportable”. Comimos y continuamos conversando aproximadamente 3 o 4 horas, me contó sobre él, lo que hacía, su pasión por la música y su dedicación a ella; le conté sobre mí y mi pasión por el arte, carrera la cual decidí estudiar.
Él tenía que dar clases y luego ensayar, por ende teníamos que irnos, lo ayudé a lavar, se bañó y nos fuimos. Se despidió sin siquiera procurar un contacto físico, me bajé del bus y quedé sumamente confundida pero con ganas de volver, pues no había intentado ni procurado nada, salvo lo antes prometido, sólo comer…
Él, fue de esas situaciones, personas y experiencias, que llegan de improviso, que al principio no son fáciles, no son “mágicas”; que en cambio requieren constancia, dedicación, esmero. Él no fue algo surreal, fue la perfecta combinación de realidad con perseverancia e intención. No pasó como en las películas, que nos tropezamos en la calle, o que nos vimos por casualidad en un supermercado; fue todo lo contrario, una causalidad sobria y predeterminada que hasta el momento de ha vuelto el mejor “sí” que he podido pronunciar.
No sé que pase, no sé hasta dónde llegaremos, no hay nada definido o establecido, sólo sé que lo quiero seguir conociendo, que quiero seguir intercambiando tiempo de calidad con él, que me encantaría seguir disfrutando de su compañía y que indudablemente pretendo continuar extasiándome con su presencia, inteligencia, humor, atención y afecto. No sé cuánto dure, tampoco me importa, porque no es cuestión de tiempo sino de energía, experiencia, goce… Y en lo que a mí concierne, no pretendo quedarme con las ganas por decisión de alguien más, por críticas de alguien más, por suposiciones erróneas de alguien que no soy yo que está totalmente fuera de mí.
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