Cada golpe que recibía era más pesado que el anterior. Los huesos de la cara, las piernas y los brazos clamaban que parara. Los músculos se me tensaban a tal grado que pareciese que una fuerza invisible ejercía presión sobre cada coyuntura. Cada caía dolía más que la anterior, me costaba recuperarme de los mareos, la contusión y las ganas de desistir. Pero no era algo que me atormentase. Había una llama más poderosa en mí más poderosa que cualquier otra, que me quemaba desde los cimientos de los pies hasta las puntas de mis cabellos. No conocía de derrota, excusas o dolores. Él me hacía levantarme como un demonio. Y esa llama solo tenía un nombre: venganza.
Todo lo que recordaba de mi niñez era un cuadrilátero, la bulla del público y los pies de mi padre balanceándose de un lado a otro como una coreografía de baile. Un braceo por aquí, un braceo por allá, saliva saliendo escurrida y sangre recorriendo con una ligereza los rincones del cuerpo. No era lo suficientemente maduro como para entender todo lo que estaba en juego aquellos días, no valoraba cada plato de comida que había en mi casa, no sabía que por cada regalo que obtenía había sangre, sudor y lágrimas involucrados. Ese es el problema de la ignorancia, que no te hace valorar cada sacrificio que hacen los demás para mantenerte feliz.
Pero un día, las piernas de mi padre cayeron rendidos, los ojos que siempre brillaban luego de cada pelea no abrieron más y entonces saboreé la derrota. “Fue un accidente” dijeron los doctores, los presentes e incluso mis familiares. “Él sabía a lo que se enfrentaba”, no, nadie sabía qué era lo que había en el fondo de aquella pelea. Se supone que tenía que perderla, para que unos pocos se llenaran los bolsillos. Pero las apuestas de aquél día era grandes, los suficiente como para abarrotar la casa de comida por unas cuantas semanas. Y la lealtad de mi padre hacia su familia era más grande. Sin embargo, unos cuantos peces gordos decidieron que la pelea no fuese justa y mi padre sufrió las consecuencias.
Yo quise ir por otro camino, pero sentía el llamado de hacer lo correcto, y lo correcto era vengar lo que significaba todo para mí y mi familia. Incluso si era de brazos lentos, cuerpo flacucho, yo me impondría ante aquellos que se creían más que nosotros los débiles. Entrené tanto, me esforcé tanto, que no me di cuenta que me consumió esa sed venenosa llamada venganza.
Bailé al son de cada pelea, golpeando una y otra vez los villanos de mi historia. No me importaban razones, personas, trasfondos, simplemente golpeaba y golpeaba como loco, en una sinfonía torcida y lúgubre, digna de una película de terror. Era un loco con motivos. Muchos me dijeron que parara, que no obtendría nada bueno y acabaría como mi padre. Pero no escuché. Tenía un motivo y ese motivo me era más que suficiente. Me alcé en cada callejón, gimnasio y cuadrilátero hasta que por fin alcancé a las personas que hicieron de mi vida un infierno.
Las enfrente que gallardía, y aunque me tumbaban a cada dos por tres, yo me levantaba, me ponía de pie. Una y otra vez se repetía la coreografía. Caía y me levantaba, caía y me levantaba. Hasta que con la última gota de aliento que colmaba mi ser, di un golpe definitivo y todos saltaron. Aquellos que tenían un imperio perdieron todo en una apuesta. Yo no sentía mis parpados, pero sabía que había conseguido derrotarlos. Incluso cuando el arma abarrotó las paredes del callejón y atravesó mi estómago, no sentí remordimiento, porque significaba que yo había ganado.
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