1. Una atracción.
Pase frente a ella como casi todos los días desde que la descubrí. Era una casa realmente grande y su estilo parecía antiguo, ciertamente un poco lúgubre para mi gusto. Sin embargo, en ella se lograba percibir una esencia vital intacta. Se sentía algo de… no sé cómo explicarlo.
Debo admitir que aquella sensación me atraía tanto como nunca nada lo había hecho en toda mi existencia. Di un paso adelante y me atreví a cruzar el gran portón de rejas verticales, acercándome por primera vez a su esplendorosa fachada.
Sin divisar mi presencia se encontraba un joven inclinado sobre los matorrales del jardín exterior, a una distancia prudente de los girasoles que estaban por florecer.
A continuación se me ocurre dirigirme a él en voz alta. ―Disculpa ―Él levantó la cabeza y noté en su expresión que no estaba contento por alguna desconocida razón. Era castaño, bastante guapo y no le calculé más de unos veintitantos.― ¿Esta… es tu casa? ― Inmediatamente su expresión se tornó amarga, tanto que el sabor del vinagre sería como agua al paladar.
―¿Es en serio? ¿Necesitas que responda a eso? Ustedes solo vienen en busca de historias estrafalarias para satisfacer el morbo de una turba de borricos que no tienen vida propia. ¿Para quién trabajas? ¿Quién te llamó a invadir propiedad privada, eh? ―y antes de abrir la boca para contestar a lo primero, él siguió― No respondas. No me interesa saber lo que sea que quieras responder.
A tu pregunta, “No”. Esa es mi respuesta. La casa decide de quien quiere ser. No tengo poder sobre ella, aunque quisiera.
Sorprendida por su maldita respuesta, fruncí el ceño con incomodidad y mi mirada se fue paseando por los jardines mientras trataba de calmar mi frustración. «¿Este quien se cree para tratar a alguien de esa forma? ¿Está loco? Además, lo que dijo ni siquiera tiene sentido. Las casas son objetos, no personas.» fue el único pensamiento que pude recoger de entre la cascada de insultos que tuve que tragarme si quería conciliar las cosas entre el misterioso huésped y yo.
La verdad es que mi intriga por la casa era tan grande que las palabras del chico se desvanecieron rápidamente. Necesitaba saber más. ―Oye, siento haberte molestado, pero en serio necesito saber que sucede ¿puedes ayudarme? Quisiera entrar. Si no te molesta, claro. ―pero él, como si estuviera sacudiéndose el sucio del hombro pregunta de vuelta― ¿Qué?
―La casa ―respondí al instante.
Aguantando aparentemente una explosión de ira, sus ojos se cerraron con fuerza, y tomando aliento por cuatro segundos logra tomar impulso para ponerse de pie a la vez que un poco de tierra rueda por la superficie de su pantalón. La gravedad hace su trabajo y él la ayuda golpeando con la palma de sus manos cada una de sus piernas.
Al volver su cara contra mí, no había persona posesa alguna que pudiese imitar tal expresión.
―¿Para qué?
―Solo muéstramela ¿sí? Por favor. ―insistí.
―La estás viendo. Mírala. ―Paseó su mano señalando la fachada mientras su otra mano se posó sobre mi hombro. Era obvio que se burlaba de mí.
―No juegues conmigo. Siento que... ―suspiré y dije con más calma― debo ir.
Por un momento me miró con seriedad. Noté que resolvía algo en su cabeza. Con cierta intriga esperé su respuesta, hasta que unos segundos después lo hizo. ―Ok. Vas a seguirme sin tocar nada. Y mucho menos los...
― ¿Cuadros? ―pregunté por instinto.
-No. Ven. –contestó en voz baja sin disimular que me empezaba a mirar con más gentileza.
Sonreí cuando me dio la espalda y empezó a caminar hacia la puerta de entrada. Había pasado la parte más difícil, la de “negociar” mi entrada.
2. Una interacción.
Al abrir aquella puerta, el chirrido de las bisagras resonaba desde dentro hacia el exterior. En definitiva, lo que la casa era por fuera no se comparaba a lo que observé al entrar. Muebles de antigüedad y reliquias, cuadros en las paredes. Entre tanto, hubo uno que llamó poderosamente mi atención. Se trataba de dos personas muy sonrientes posando juntos. Me acerque a él y noté que era el único sin autógrafo de su autor, solo una fecha borrosa del siglo XVIII. Los dos últimos números no eran distinguibles.
―No te desvíes. ―dijo deteniendo su paso. Ni siquiera se giró para verme. Volví con él en tanto mi cuerpo se dispuso a reaccionar.
Él solo caminaba y me guiaba por la gran cantidad de pasillos y puertas que había. Parecían interminables. Me daba una que otra explicación de vez en cuando sobre los orígenes de la casa. Las manos me picaban por las ganas que tenia de tocar todo. De hecho creo que recogí un par de cosas tiradas por allí.
Al haber recorrido la mayor parte del interior de la casa, volvimos finalmente a la sala de estar. ―Es espléndida ―le manifesté embelesada.
―Si tuvieras que seguir aquí, ¿lo harías? ―me preguntó después de un largo silencio.
―Mientras la vida me siga trayendo, definitivamente sí.
El silencio se volvió total. Poco después el ruido de un objeto metálico se escucha desde alguna de las habitaciones. No logré ubicar desde que dirección se generó dicho sonido.
El chico empezó a caminar hacia un largo pasillo que no había visto antes. Sin pensarlo dos veces lo seguí, hasta que llegamos a una puerta hecha de una madera oscura. Cuando noté el olor a comida dañada que salía de la habitación que había del otro lado le pregunté― ¿Cómo es que no me trajiste antes a este lado de la casa?
Como si no hubiese escuchado la pregunta, solo procedió a abrir la puerta y entrar, y detrás de él seguí yo, cuando una cocina nada común apareció ante mis ojos. Tenía aspecto de cocina de restaurante por la cantidad de espacio, utensilios y muebles que en ella había.
Echando un vistazo, me di cuenta que al fondo de la cocina estaba una chica picando algunos alimentos. Era pelirroja y de gruesas cejas; realmente hermosa. Repentinamente volteó y nos vio parados junto a la puerta.
―¡Daniel! ― exclamó ella con cierta sorpresa.
El chico contesta― Diana, hay visitas. ―se vuelve hacia mí y me pregunta― por cierto, ¿cuál es tu nombre?
―Jane ―dije inmediatamente. Al tiempo tuve un déjà vu.
―Daniel, que yo recuerde siempre aparece gente nueva, pero nunca los traes aquí ―expresó ella generando un poco de tensión en el ambiente.
―He allí el detalle, Diana. (Silencio de tres segundos) Perdóname ―respondió él.
Súbitamente el delicado semblante de Diana se transformó en una tragedia. Empezó a tantear los bolsillos de su ropaje con desesperación y sin encontrar lo que fuese que estuviera buscando, gritó ―¡EL ANILLO!
Con mi mano izquierda dentro del bolsillo, sentí que algo apretó mi dedo anular. Saqué la mano para percatarme de que un anillo que recogí en el estudio estaba puesto en mi dedo. Traté de sacármelo sin lograrlo.
―Tuvo la necesidad de entrar a la casa y se lo concedí. No pensé que el destino fuese a ponerlo en sus manos ―dijo Daniel continuando la tensa conversación.
―¡Hija de perra! ¡Es tu culpa todo esto! ―exclamó dirigiéndose a mí mientras se acercaba― Nunca debiste venir. ¡NUNCA DEBISTE EXISTIR!
La cocina desapareció y solo quedamos ella y yo, pero Diana aún no había soltado el cuchillo. Y cada vez más cerca de mí decía ―Soy la única en esta casa. Ella es mía y él también. No necesitamos intrusos ―dijo.
Diana pegó un gritó estruendoso, y en un súbito intento de abalanzarse sobré mí, me di la vuelta instintivamente y empecé a correr con fuerza, con el miedo de que mi horrorosa muerte estuviese a segundos de distancia.
Guiándome por los pasillos que había recorrido llegue a la puerta principal y la empuje con todas mis fuerzas pero esta no cedía. Me di la vuelta y ella venía a mí a toda velocidad, su belleza se había esfumado. Cuando estuvo a punto de llegar hasta mí, todo… se apagó.
3. Una decisión.
Con la respiración agitada abrí los ojos. Tomé un largo respiro. «Casi muero en otro mal sueño» pensé. Pero empiezo a sentir un gran desconcierto cuando advertí que no estaba en mi habitación, no estaba en mi cama. Mi vestimenta era de antaño y los candelabros relucían en las indemnes paredes.
En la puerta se encontraba de pie el chico del jardín ―¿Da-Daniel?
Sonrió y me ofreció una taza de té, la cual acepté. Todo era tan confuso.
―Dormiste mucho. Qué bueno que despertaste.
―Creo que tuve una pesadilla. No, no… ―dije en voz baja apretando la taza.
Él sonríe y me pregunta ―¿Una pesadilla logró hacerlo?
―¿De qué hablas? ―le pregunté.
Soltó una carcajada simpática― Querida, has estado durmiendo por horas. Te encontré inconsciente en el piso de la sala y me preocupé por un momento, pero estabas bien. Llamé al doctor y me dijo que perdiste el conocimiento por una contusión. Creo que te resbalaste frente a la puerta principal mientras corrías a buscar el espejo de tu madre. Pero ya no te pasará nada, lo prometo.
Recordé el anillo y al echarle un vistazo a mi dedo, seguía allí, con una especie de número forjado en plata que recorría su circunferencia: «1794».
Perspicazmente notó mi curiosidad ―¿Recuerdas ese día? Fue todo tan fantástico. Fue como volver a nacer. ¿Recuerdas el momento cuando dijeron que debíamos posar para el cuadro? Pues siempre he pensado que el pintor se destacó cuando imprimió tu rostro en ese lienzo, a diferencia del mío. ―dijo con una carcajada.
Contesté diciendo ―Espera. Hay algo que… ―cuando me interrumpió―Diana...
―«¿Qué? ¿Diana?» me pregunté por un segundo. No obstante, continuó diciendo ―si no estuvieras aquí, no sé qué sería de mí. Estas habitaciones no tienen vida sin su dueña. Sin ti. ―a lo que contesté exclamando ― ¡No entiendo de qué demonios estás hablando! ¡Tengo que irme así que aléjate!
Respondió él sin inmutarse ―Amor, es imposible. La casa te eligió. Te prometo que aquí confinada estarás a salvo.
Y susurrándome al oído concluyó ―Te amo Diana.
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