Hace un par de semanas, ayudé a una anciana a cruzar la calle.
Al hacerlo, noté como poco a poco los automóviles me cedían el paso de forma auténtica y gentíl. Era un sentimiento que nunca antes había experimentado, era como si todo lo que antes había conocido ya no existía. Por un momento, les juro, me sentí feliz.
Luego de recibir un cálido y dulce agradecimiento, dispuse a regresar al otro lado, sin embargo, ya no era lo mismo. Los autos ya no eran amables. Sospechosamente muchos comenzaron a manejar más rápido, al punto incluso, de que casi pude perder una pierna.
Cuando por fin pude cruzar, miré triste, abatido y decepcionado aquella carretera, con mucho detenimiento mientras los autos pasaban uno tras otro inundando el lugar con una repentina ráfaga de sonido. Volteé y decidí emprender mi camino nuevamente, esta vez con una gran reflexión que hoy día llevo enmarcada cada vez que salgo hacia las calles de mi ciudad: definitivamente necesito a una anciana de mascota.