Cuanta furia…
La ciudad despierta en medio de autopistas solitarias, calles vacías de almas pero repletas de desolación y basura derramada, un sol con más ganas de huir que de proyectarse, nos observa melancólico por tanto padecer.
La poca afluencia vehicular nos habla de una economía en recesión, de unos trabajadores que han huido del país o que han dejado de trabajar forzosamente, parece contradictorio extrañar las colas que más de una mañana nos sorprendían a la salida de nuestros estacionamientos, ahí había vida, actividad, producción, evolución.
El caos desayuna en las paradas del transporte público, más de uno paga el pasaje y no logra abordar, pierde el poco o el único dinero que le acompaña, el día empieza sin respeto, sin consideración, en frustración, el reloj marca las nueve de la mañana y nuestro destino nos recibe cansados, deprimidos, con el paso lento y sin esperanzas. La muy golpeada tercera edad no se libra de esta tragedia, por el contrario es tan golpeada que parte el alma de los que aún nos queda rastros de ella, se limita su ingreso a siete abuelitos por unidad de transporte, los demás se quedan o pagan el pasaje completo, parece imposible aceptar y respetar que su único recurso es la experiencia no el dinero. Utilizar el metro de Caracas es un acto suicida, un escenario incivilizado, poco creíble, poco imaginado, las palabras nunca alcanzan a recrear la magnitud del terror vivido. Las interminables colas en las cercanías de los supermercados nos hablan de habitantes en desesperación por conseguir el alimento, seis horas, siete horas, ocho horas y mil veces el retorno al hogar es con las manos vacías, se agota lo poco que llega, en esas colas hay una humillación aceptada sin remedio, hay drama, hambre, delincuencia, viveza, agresiones y muerte. Los centros de salud son proveedores de desesperación, contaminación, lágrimas y perdidas, hay vacío y dolor en los ojos de un enfermo.
Las calles nos muestran la inexistencia de pudor, valores, sentido común y condiciones humanas, vemos bebés en el suelo mientras sus madres cambian sus pañales y sus ropas, he visto con absoluto estupor niños agachados en la vía publica defecando como perros callejeros, sin límites, sin contención… La indolencia se respira, se vive, nos hacemos los ciegos ante situaciones de violencia por no convertirnos en una víctima más, aunque internamente nos cuestionemos por ello, nuestros oídos ensordecen y nuestras acciones no se inmutan ante la sirena desesperada de una ambulancia, pareciera no existir, no estar allí, predomina el individualismo y el egoísmo. Qué somos? En qué nos convertimos?
Hemos naturalizado ver familias enteras hurgando y comiendo de la basura, leer en los pocos portales de noticias disponibles los números de muertes por escases de medicinas, violencia y suicidios. Hemos naturalizado acaso la muerte de nuestra ciudad, de nuestro país?
Quién controla, quién limita, quién detiene este monstruo? La respuesta es obvia pero invisible: nosotros mismos, es un acto de conciencia, es un pacto urgente, impostergable.
Cae la noche en nuestra ciudad y con ella cae sobre nuestros hombros un toque de queda tácito, impuesto por nadie pero entendido y acatado por todos, somos esclavos del pánico y presos en nuestros hogares.
En cada esquina hay hambre, miedo y desolación.
El ateo ya cree en alguna fuerza y reza atropelladamente lo que se le puede ocurrir y el creyente suplica desesperadamente en silencio su salvación.
La angustia se convierte en un enemigo invisible, un asesino silencioso, una vorágine indetenible.
Esta ciudad ya no es mi ciudad, ya no la reconozco, me traga, me asusta y ella misma me rechaza, somos dos desconocidas cara a cara.
Ya no quiero caminar tus calles, no sé cómo hacerlo estoy perdida, me cambiaron el rayado del asfalto, los altos del semáforo, el olor a contaminación, las flechas de ida y vuelta, las sonrisas de la gente, se apagaron las campanas de los carritos de helados, desaparecieron los niños en bicicletas, murió la amabilidad, ahora hueles a miedo, me desquicia recorrerte y permitir que los míos te conozcan de esta manera.
Hoy leen a una venezolana rota, que espera que llegue el día en que pueda sentarse a escribir como hoy en medio de una tarde silenciosa y un café por compañía, el antónimo de cada una de estas palabras…
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