Eramos siete sentados en dos mesas de la plaza de comida que habíamos unido. Algunos llevamos comida, otros la compraron en cualquiera de los locales. Caracas estaba como de costumbre, loca y ruidosa. Yo había recorrido media ciudad ese día, entre ir a mis clases de la mañana, luego ir a entregar dos cosas que había vendido por Mercadolibre y, por último, haber alcanzado a Carlos en su universidad para ayudarle con la tesis.
Total que eran como las tres de la tarde y estabamos almozando. A lo lejos observo a una señora, septuagenaria, que cargaba su bandeja con comida que recién había comprado y buscaba un lugar donde sentarse. A medida que se acercaba, más ganas me daban de invitarla a sentarse con nosotros.
En eso nos pasó por un lado y la invité. Todos se me quedaron viendo extrañados, quizá por el hecho de tener a una señora de setenta años sentada a la mesa que esto pudiera impedir cualquier charla de adulto joven.
Les hice señas de que podían hablar de lo que quisieran, y me sumergí en una conversación con la señora. Lo primero que noté fue que su plato estaba compuesto por una cantidad mínima de arroz con pollo, un trocito de plátano caramelizado, una cantidad aún menor de ensalada de remolacha y una rodaja de pan que parecía tener tres días.
La señora se percartó que yo miraba el plato y me dijo que habían cien gramos de comida, que para eso le alcanzó y que tenía todo el día haciendo la cola para cobrar su jubilación, pero que se había acabado el efectivo en el banco.
Se me hizo un nudo en el estómago y dejé de comer. Observé el rostro de la señora, mientras esta comía y me contaba que fue maestra por mas de veinte años, que gustaba de educar a los niños, que luego dio clases de historia en un liceo y que su paga jamás fue la gran cosa, pero que la mejor recompensa era ver la cara de los niños cuando contaba las historias, o saber que muchos de ellos llegarían a ser buenos profesionales.
Detallé aún más a la señora, me pareció una guacamaya. Exhibía un glamour extraño, sus ropas combinaban de forma singular y los colores brillantes desorientaban un poco. Entre eso y el labial dorado medio corrido por el masticar, no era díficil distraerse de lo que estaba diciendo, pero aún en mi distracción escuchaba cada una de sus palabras, arrastradas con una tristeza que se fusionaba con el masticar.
Cuando la señora terminó su paupérrimo plato le ofrecí el mío, no había podido dar un bocado más desde que me había comentado lo del banco. La señora no me aceptó la comida, alegó que yo la necesitaba más que ella y, con toda la naturalidad del mundo, me preguntó si yo no pensaba irme del país.
El nudo en mi estómago creció. Infinidad de veces había dicho que me quería ir del país, pero nunca lo había pensado como una opción que podría materializarse. Mi novia estaba sentada a mi lado, hablando con los demás muchachos, pero al notar mi extraña actitud (me había puesto pálido y me había quedado como viendo al vacío) me preguntó si todo estaba bien. Le di un beso, volteé y le respondí a la señora que ganas de irme no me faltaban, pero que también quería luchar por mi futuro en el país que recibió a mi abuelo.
La señora sonrío, con una de esas sonrisas que llenan el alma, me dio las gracias por haberle brindado una silla y por haberla escuchado un rato. Se levantó, me dijo su nombre -aunque no lo recuerdo-, se despidió y se fue.
De esto hacen poco más de dos años, pero cada vez que veo algún abuelo por la calle recuerdo a esa señora. Mi mente la asocia con una guacamaya, no por los colores, ni por lo ridiculo del vestuario, sino por la majestuosidad que demostró al hablar; la firmeza de sus ojos que, aún en el cansancio y en la desesperación, mostraban una determinación que pocas veces había visto en los ultimos años.