Nosotros nacimos, Manuela, en el único día que Dios tuvo un descuido y nuestros nombres nunca se escribieron en los listados del cielo, y por eso será que no nos ve ni siquiera cuando hacemos algo malo. No, no me digas que yo soy un mal hablado, Manuela, tú bien sabes que sí he hecho vainas que no son buenas para nada, como aquella vez que me perdí más de quince días por esos pueblos y te dejé aquí solita, pasando hambre, con los tres muchachos; claro que cuando regresé traía un montón de verduras y de pescado salado que casi no podía con la carga, pero eso me lo robé por allá lejos esa noche que forcé la puerta de una bodega. Tú te contentaste, cómo no, y me quedabas viendo con esos ojos negros y grandes fijamente porque en seguida te diste cuenta de que aquello no lo había conseguido de buenas maneras, pero el hambre, Manuela, la necesidad puede borrar los remordimientos por un buen rato y más cuando tienes a tres muchachos inocentes lloriqueando todo el día porque no han comido. Menos mal que después comenzaron las lluvias y yo me fui para el cerro a sembrar de todo, bien rápido estuvieron esas matas verdecitas y creciendo frondosas; mientras tanto tú lavabas y planchabas ropa ajena y las cosas parecían que se estaban poniendo buenas ¿verdad, Manuela? La cosecha no pudo ser mejor, teníamos para comer aquí en la casa y les vendíamos a los vecinos que compraban contentos porque sabían que era más barato y de buena calidad. Los niños se pusieron grandes y avispados, y también nos ayudaban en todo lo que hacíamos. Tú te empeñaste en que los carricitos se tenían que bautizar porque no se iban a quedar herejes por estos mundos y lograste lo que querías. Fue bien bonito esa vez en la capilla, y yo hasta llegué a creer de verdad que Dios nos tomaba en cuenta, que no nos había olvidado porque me ilusioné y sentí en el pecho un agradecimiento grande que me puso alegre por unos días. Pero después, carajo, todo se juntó para ser malo y se nos vino de nuevo el mundo encima, Manuela. Vino aquella sequía tan rabiosa que no dejaba que ninguna mata progresara y para colmo de males todo el país comenzó a ponerse raro; la gente andaba todo el tiempo como queriendo ser más que los demás y por radio, por televisión, por todos lados era una eterna peleadera y entonces, para que fuera peor la vaina, comenzaron a desaparecer de las bodegas hasta las pendejadas que uno compraba todos los días y era más la rabia que cargaban todos encima porque nadie conseguía nada y lo que se encontraba había que velarlo en una cola más larga que yo no sé quién. Total es que hemos guapeado para llegar hasta aquí, Manuela, sin saber qué es lo que vamos a hacer porque cada vez que mientan el bendito dólar uno se queda así como en la luna y cada vaina que nos inventamos ya hay cuatrocientos más haciéndolo antes que nosotros y aquí seguimos los dos solos porque los muchachos se fueron hace rato, olvidados de Dios y con esta pobreza concentrada que se cebó en nosotros.