Respiro profundo.
Intento ordenar mis ideas para escribir un ejercicio.
Busco un lapicero. Elijo el color de tinta.
¿En cuál cuaderno?
Tantas cosas me afectan en este momento.
Dolores inexplicables en el cuero cabelludo.
Tensión en los tendones de mi mano derecha.
El cuerpo aletargado, como dormido.
Una sensación en el paladar que pareciera conectarse con la cabeza.
Decido refrescarme con una ducha.
Racionan la energía eléctrica y hace calor.
31°C, nublado, dice la app del tiempo…
que insiste en anunciar Las Vegas, aunque estamos en Cumaná.
Aproveché que el chorrito llegaba a la ducha
y pude bañarme de pie,
sin las flexiones que el tobo obliga.
Mientras el agua cae, le digo mi mantra al cuerpo:
Yo sí puedo.
Yo sí puedo superar este contexto que nos imponen.
Uno donde se pierde la noción de la dignidad humana.
Vivimos un experimento:
demostrar que se puede sobrevivir con menos,
sin nada,
sumisos,
indolentes.
El agua es un lujo.
La electricidad, un privilegio.
Pero no se trata de fuerza ni de armas.
Se trata de convencerte:
hacerte creer que no mereces dignidad.
Que eres un abusivo por depender de comodidades,
derechos,
bienes.
¡Eso es de ricos!
Bájate de esa casta, sé pobre,
no te quejes,
resuelve como puedas.
Con lo mínimo indispensable.
Con más dolor que un simple esfuerzo.
Gracias a Dios,
de ahí salí sin mudarme de país.
En este rincón que he hecho habitable,
me baño, me escribo, me repito el mantra.
Y cuando siento que el dolor regresa,
me acuerdo:
yo sí puedo.