Leer a escondidas: Vargas Llosa, los sistemas cerrados y la escritura como rebeldía
Hay algo profundamente subversivo en leer donde no se debe. Lo supe aquella vez que devoré La casa Verde de Mario Vargas Llosa en la computadora de una empresa estatal, entre mosquitos que zumbaban como burocracias enojadas y un sudor que se pegaba a la espalda como un segundo uniforme.
En la lógica asfixiante de los sistemas cerrados, donde lo improductivo —y la literatura, para ojos miopes, siempre lo es— equivalía a sabotaje, llevar un libro en la mano era mal visto
Vargas Llosa, por supuesto, entendía esto mejor que nadie. En La casa Verde, como en Conversación en La Catedral o Pantaleón y las visitadoras, hay una obsesión por retratar estructuras podridas —cuarteles, burdeles, instituciones— que se sostienen a base de mentiras y vigilancia mutua. Sus personajes suelen ser prisioneros de algo: una jerarquía, un prejuicio, una pasión que los consume. Y sin embargo, en medio de esos laberintos, siempre hay alguien leyendo, escribiendo o traicionando el guión con un acto impensado. La literatura, para él, era eso: un espacio de libertad clandestina.
Sistemas que odian libros
No es casual que las dictaduras —las políticas, las religiosas, las corporativas— desconfíen de quienes leen.
Un libro es un objeto incómodo: no pide permiso, no se somete a horarios, y casi siempre dice algo distinto de lo que el poder repite. En El pez en el agua, Vargas Llosa cuenta cómo, de niño, descubrió que la literatura era un arma: "Los libros me daban una forma de resistencia". Esa frase resuena en cualquiera que haya tenido que esconder páginas bajo el escritorio, disimular un subrayado en una oficina gris o fingir que estudiaba un manual mientras en realidad memorizaba un poema.
Los sistemas cerrados —esa maquinaria de reglas absurdas que te vigila hasta por el ángulo muerto de una pantalla— temen a la imaginación porque no pueden controlarla. Por eso convierten el tiempo en algo estéril: jornadas de reuniones infinitas, trámites que se repiten como ritos vacíos. Leer, en ese contexto, es un acto de insumisión. Escribir, todavía más.
Escribir contra la corriente
Hay una escena en La ciudad y los perros donde el poeta Ricardo (el Esclavo) escribe a escondidas en el Colegio Militar Leoncio Prado. Es un gesto mínimo pero radical: en un mundo diseñado para aplastar la individualidad, él elige inventar su propio lenguaje. Vargas Llosa, que pasó por allí, sabía que la vocación literaria a menudo nace así: como un contrabando de sentido en medio del ruido opresivo.
Yo no estaba en un cuartel, claro, sino en una oficina con aire acondicionado averiado y jefes que confundían productividad con obediencia. Pero cada vez que abría el PDF de La casa Verde entre planillas de Excel, sentía ese mismo hormigueo rebelde. La literatura —la buena— te recuerda que hay mundos más anchos que el que te asignaron. Y si además es la de Vargas Llosa, te enseña que hasta en el sitio más hostil se puede construir una trinchera con palabras.
La literatura como fuga
Al final, lo que queda es eso: la certeza de que leer y escribir son formas de fuga. No importa si es en una cárcel, en un trabajo gris o en una sociedad que te exige ser útil antes que ser libre. Como decía el propio Vargas Llosa en Cartas a un joven novelista, la vocación literaria es "un rechazo a la vida tal como es".
Y tal vez por eso, años después, sigo recordando aquellos mosquitos, aquel sudor y la pantalla pixelada donde descubrí que Piura y Santa María de Nieva eran más reales que la oficina que me rodeaba. Los sistemas cerrados pueden prohibir los libros, pero no pueden evitar que, en algún rincón, alguien encienda una pantalla o abra un cuaderno para seguir escribiendo su propia versión del mundo.
Ahí está la paradoja: cuanto más intentan ahogar las voces, más necesario se vuelve el contrabando de historias. Como diría Vargas Llosa, la literatura es fuego. Y el fuego, ya se sabe, no pide permiso para arder.
¡Buen viaje, Don Mario!
EN ENGLISH
Reading in Secret: Vargas Llosa, Closed Systems, and Writing as Rebellion
There is something deeply subversive about reading where you shouldn’t. I realized this the day I devoured Mario Vargas Llosa’s The Green House on a state-owned company’s computer, surrounded by mosquitoes buzzing like angry bureaucrats and sweat clinging to my back like a second uniform.
In the suffocating logic of closed systems—where anything unproductive (and literature, to myopic eyes, always is) amounts to sabotage—holding a book in your hand was frowned upon.
Vargas Llosa, of course, understood this better than anyone. In The Green House, as in Conversation in The Cathedral or Captain Pantoja and the Special Service, there’s an obsession with exposing rotten structures—barracks, brothels, institutions—that sustain themselves on lies and mutual surveillance. His characters are often prisoners of something: a hierarchy, a prejudice, a consuming passion. And yet, within those labyrinths, there’s always someone reading, writing, or betraying the script with an unexpected act. For him, literature was just that: a space of clandestine freedom.
Systems That Hate Books
It’s no coincidence that dictatorships—political, religious, corporate—distrust those who read.
A book is an inconvenient object: it doesn’t ask for permission, it doesn’t follow schedules, and it almost always says something different from what power repeats. In A Fish in the Water, Vargas Llosa recounts how, as a child, he discovered that literature was a weapon: "Books gave me a form of resistance." That phrase resonates with anyone who’s had to hide pages under a desk, disguise a highlighted passage in a drab office, or pretend to study a manual while secretly memorizing a poem.
Closed systems—those machines of absurd rules that watch you even through the dead angle of a screen—fear imagination because they can’t control it. That’s why they render time sterile: endless meetings, paperwork repeated like empty rituals. Reading, in that context, is an act of defiance. Writing, even more so.
Writing Against the Current
There’s a scene in The Time of the Hero where the poet Ricardo (the Slave) writes in secret at the Leoncio Prado Military School. It’s a small but radical gesture: in a world designed to crush individuality, he chooses to invent his own language. Vargas Llosa, who attended that school, knew that literary vocation often begins this way—as a smuggled glimmer of meaning amid oppressive noise.
I wasn’t in a barracks, of course, just an office with a broken air conditioner and bosses who mistook productivity for obedience. But every time I opened the PDF of The Green House between Excel spreadsheets, I felt that same rebellious thrill. Great literature reminds you that there are worlds far wider than the one you’ve been assigned. And if it’s Vargas Llosa’s, it teaches you that even in the most hostile place, you can build a trench out of words.
Literature as Escape
In the end, what remains is this certainty: reading and writing are forms of escape. It doesn’t matter if you’re in a prison, a gray office job, or a society that demands utility over freedom. As Vargas Llosa himself wrote in Letters to a Young Novelist, the literary vocation is "a rejection of life as it is."
And maybe that’s why, years later, I still remember those mosquitoes, that sweat, and the pixelated screen where I discovered that Piura and Santa María de Nieva felt more real than the office surrounding me. Closed systems can ban books, but they can’t stop someone, somewhere, from lighting up a screen or opening a notebook to keep writing their own version of the world.
Therein lies the paradox: the more they try to smother voices, the more necessary the smuggling of stories becomes. As Vargas Llosa would say, literature is fire. And fire, as we know, doesn’t ask for permission to burn.
Safe travels, Don Mario!
¡Excelso homenaje a quien parte a otra dimensión con el deber cumplido a través de sus letras y la palabra!
Con Vargas Llosa todo narrador tiene una deuda. Marcó un camino. Afectos.
¡En efecto!
¡Y quedará siempre su huella!
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STOP
Hermoso texto, reveladora experiencia la tuya que nos sirve como espejo. Buen viaje Don Mario
Gracias, corazón. Eres tan amable como las rosas.☘️
Vargas Llosa un grande.
Que gentil eres 💜
Ese mal de confundir obediencia con productividad es tan común que pareciera chiste de telenovela. Pero la cosa va más allá de llenar el día con reuniones estériles, el problema es que se molestan si les demuestras que toda la verborrea que demoró dos horas se podía reducir a quince minutos como mucho. La burrocracia no admite cuestionamientos, no puede, si lo hiciera se desmoronaría. Pero es precisamente así, no aceptando cuestionamientos, como se vuelve fantoche vacío que termina desmoronándose.
El arte y la literatura en particular se abre paso de todas, todas en medio de la selva y de los berenjenales que siembran a nuestro paso.
Todo el mérito a la literatura.