Su muerte la había destrozado. Era como si le hubieran quitado una parte de ella. Lo vió por primera vez cuando ambas familias los presentaron durante las conversaciones para el compromiso. Era un matrimonio arreglado. Hablaron muy poco, solo por cortesía. No le cayó bien, era un hombre estridente que no la miraba a los ojos cuando le hablaba. Además se refería a ella, como si no estuviera presente.
Cuando se casaron fueron a vivir a una finca en pleno lomerío, alejada de todo y de todos. Era un lugar agreste, donde había que trabajar muy duro. Así se fueron conociendo en el día a día, en sus quehaceres cotidianos. Su amor fue muy tranquilo sin sube y baja, ni grandes emociones. Fue estar juntos, ayudándose, comprendiéndose.
Por eso lo extrañaba tanto, sus conversaciones en el portal cuando caía la tarde, el café mañanero y todos esos pequeños gestos que hicieron que su vida fuera un remanso de paz. Ahora debía vender todo y partir si él.