El hambre tras la puerta (parte 2) cuento por entrega

in Literatos3 days ago


Una niña, esa era la salida de Kenia. O eso pensaba. Tenía que ser una niña, así se salvarían las dos. Al menos por un tiempo. Pero… si era varón no lo vería jamás, al igual que en los partos anteriores. No, no puedes ser varón, le dijo Kenia a su barriga, hembrita, tienes que ser hembrita, si quieres estar conmigo. ¿Y sus hermanas? Comenzó a preguntarse y a visualizar a César con ellas. Si era mentira que ya nunca podría hablarles. Y si no estuvieran muertas.
Porque Padre nunca mencionó la palabra Muerte: así que podrían no estarlo.
No volverás a verlas. Ni hoy ni mañana… fue lo que dijo. Él nunca se había alimentado de sus hijas, era de mal gusto; al menos eso creía ella. Si sus hermanas estaban allí en la casa, su hija o hijo, independientemente de lo que tuviera, no tenía esperanzas de crecer junto a su madre. O de crecer en absoluto.
La imagen de ellas dos, juntas, se había impreso en su cabeza.
El cerebro de Kenia trabajó como un motor a máxima velocidad. Miles de hipótesis por segundo cruzaron en busca de una respuesta que la convenciera. Ya se había adaptado, siempre con mucho dolor, a no ver crecer a sus hijos o hijas. Padre siempre se quedó con ellos desde el momento del parto. Es como el gato de Schröndinger, le decía él cuando los sacaba del cuarto, piensa que van a estar en un lugar mejor y allí estarán. Y eso se decía Kenia, hasta que vio cuál era el lugar mejor de sus nenes. Ese día Padre abrió la caja del gato y dejó ver lo que había dentro. No. No quería eso para su niña.
Quería saber la verdad sobre sus hermanas. Padre tenía que decírselo, o ella se volvería loca. No podía trazar una estrategia hasta tener esa información. Su hija debía sobrevivir. La vida a Kenia no le importaba mientras su hija pudiera crecer y ser feliz. Pero Padre tenía hambre. La tarde anterior le había llevado carne. No habló mientras ella comía. Sin embargo, Kenia notó como él la miró mientras se alimentaba. Hasta le tocó la barriga de una manera extraña.
Lo preocupante era la carne.
Él sabía cuánto a ella le gustaba esa carne, por eso solo era servida cuando quería algo de ella, como en este caso; para que no le tocara el tema de las hermanas.
—Dime, ¿está buena?
Él sabía que sí. Él también gustaba de esa comida.
—Claro, papá, digo… “César”. Sabes que sí. Esta barriga me ha dado un antojo tremendo de carne. Muy buena que está. Así me encanta, casi cruda.
—Me alegro que te guste ―dijo mientras se levantaba para irse―. Nos vemos en la noche
—César, ¿y mis hermanas? Dime la verdad.
—Olvídate de ellas y preocúpate por traerme una niña sana.
Dijo “una niña”, pensó Kenia.
—¿Quieres más carne? —preguntó antes de salir a buscar más para ella, sin necesidad que respondiera. Conocía la respuesta.
Padre estaba hambriento, sin embargo, tenía mucha carne para ella. Esto era inusual en él. En su vida Kenia no había comido tanta en un día. Había algo mal. El hambre a él se le sentía por encima de la ropa. Sobre todo en la forma que la miraba al cambiarse, o más bien, en el brillo de sus ojos al ver su panza desnuda. Ya él no podía esperar mucho. De sus hermanas ni una noticia. Era tema tabú. Una idea de la procedencia de esa carne cruzó su mente.
La cantidad de carne. En esto pensaba Kenia, mientras sentía los pasos a través de la puerta. Estos se alejaron, pero el miedo en su cabeza no lo hizo. No quería perder a su hija… tampoco morir de la misma manera que sus hermanas. Padre tenía tanta hambre que seguro las había llevado al “lugar mejor”. El mismo a donde fueron tantos de sus hijos. De la forma que la miró, parecía que la quería llevar a ella también. Eso no podía ser, se dijo. Que se llevara a sus hijos, bien, ¿pero a ella? Mientras más lo pensaba, más complicada era su situación.
Kenia se sentía acorralada. Con sus hermanas fuera del juego, solo quedaba ella y su criatura por venir. Si era varón: ella saldría libre. Padre era alimentado y Kenia tendría otra oportunidad. Si nacía hembrita… entonces un nuevo temor nacía dentro de su mente. Por primera vez sentía materializarse en su cabeza: el miedo a morir.
Padre tiene que comer.
Kenia temió por su vida.

Nuevamente los pasos del hambre a través de la puerta. El miedo recorre ahora con más fuerza el cuerpo de Kenia. La puerta se abre, y el hombre hambriento entra a la habitación. Ella lo mira. Nota hambre en su mirada. Ve la carne en el plato y el cuchillo al lado. Han pasado siete meses. Siete meses de angustias. Siete meses desde el primer bocado de esa carne que, desde niña, se convirtió en su favorita.
El hambre de Padre ha crecido con el tiempo y Kenia lo sabe. No debe poder aguantar mucho más. Padre coge el cuchillo para cortar la carne y ella se lo quita. Él la mira contrariado. Ya está al parir, la justifica. La deja quedárselo. Ella corta un trozo y se lo come.
Está suave. Roja.
Se queda con hambre. Va a pedir más, y le da un dolor. Ya viene, anuncia, y él se mueve por el cuarto como un loco. La ve doblarse en la cama y tirar la comida al suelo. Sale corriendo y busca en la cocina todo lo necesario para el parto: sábanas limpias, agua caliente, una palangana y aquellos aparatos para levantarle las piernas a Kenia. Qué bien, piensa, se ha adelantado. Corre hacia el cuarto para llevar los instrumentos. Los pasos resuenan en el suelo de madera del pasillo. Abre la puerta y va hacia la cama.
Padre ríe mientras los gritos de Kenia resuenan entre pujo y pujo. Se limpia con la lengua la sangre de las manos y brazos. Está ansioso pero la práctica de los partos anteriores ha hecho de él un experto. Kenia sabe que la hora pronto llegará y no tiene una idea exacta de cómo salvarse. Tiene que pensar en algo rápido. Su bebé corona. Padre levanta la cabeza y la mira. Su tiempo se acaba. Ella llora y él continúa con la risa en su rostro. ¡Puja! exige él, ya falta poco. Kenia obedece y siente como una vida nace. Niño, niña… o ella. Aquel es su dilema.
Es una niña, dice Padre cuando la tiene en sus brazos. Kenia se asusta ante la idea que surgió en su mente. El hilo umbilical cuelga de la panza de la recién nacida. Padre busca el cuchillo para cortarlo. Lo encuentra en la mano de Kenia, que no lo había soltado. Él se lo pide y por un momento ella duda. Padre se levanta, avanza hacia ella y sonríe.
—Déjame verla —demanda Kenia.
Él detiene su paso y su risa se extingue al escuchar aquello.
—Ahora mismo —le dice y da dos pasos hacia atrás. Mira a la niña, los dedos de sus manitas y la envuelve en las toallas limpias—. Primero dámelo.
Ella nota su hambre. Es inmensa. Es una niña y se la va a llevar. Kenia no tiene fuerzas para seguirlo. Aún no sabe quién sobrevivirá, si ella, la cría o las dos. En la mano tiene lo que César le pide.
Kenia se lo entrega. El cuchillo vuela a la velocidad de un rayo y la hoja desaparece en el pecho del hombre hambriento hasta solo quedar fuera el cabo de madera.
Kenia se levanta y recoge al bebé en sus brazos a pesar de los “no, no, no” que débilmente César pronuncia a la vez que intenta retener a la niña. Lo último que él ve es como ella se sienta en la cama y se lleva la niña al pecho.
—Papá ya no tiene hambre —mira detenidamente la panza y las tiernas piernitas infantiles—. Pero mamá todavía sí.
Dice al tomar la pequeña mano de la beba, y llevársela a la boca.

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